En las altas cumbres de los Alpes, existen unas aves que asombran por las capacidades pedagógicas que tienen las madres cuando les imparten lecciones de alpinismo a sus crías.
El recién nacido debe aprender ese arte desde el primer día y la enseñanza está en un todo de acuerdo con los avances más o menos lentos del aprendizaje.
En una pequeña altiplanicie alpina poco accesible a las personas, las crías ni bien nacen empiezan a pasear apenas una hora después de haber visto la luz del mundo, al principio vacilante y siempre seguido muy de cerca por su madre. Como consecuencia, muchas veces tropiezan, caen y se hacen daño. Al cabo de dos o tres días se dan cuenta que esas desgracias no le sucederían si se decidieran a seguir los pasos de su madre en vez de adelantarse a ella.
Podemos observar que nunca es obligado por la madre, sino que aprende por sí mismo, dado que es mejor para él acomodarse al paso de la madre y marchar siempre detrás de ella.
La palabra adaptación, suele molestar a una parte de nuestra juventud que puede llegar a considerar que el hecho de adaptarse significa un impedimento para el desarrollo de la propia personalidad. Sin embargo, en el mundo animal, continuamente sometido a peligros mortales, no existe elección. Tienen que adaptarse porque toda cría está condenada a muerte si no lo hace y esta sentencia se cumple con mucha rapidez.
Pese a todo, a los animales jóvenes y muy jóvenes les queda, dentro del marco que para ellos estableció la naturaleza, espacio suficiente para el desarrollo y la formación de una personalidad individualizada.
La madre de una de estas crías sabe que dispone de un discípulo atento y le va enseñando día a día, aumentando el grado de inclinación de la pendiente poco a poco.
Cuando su hijo tiene catorce días, comienza el examen de su capacidad de ver el peligro y las posibilidades de ascensión.
Cuando el pequeño se encuentra frente a una dificultad difícil que no puede sortear comienza a emitir un sonido triste. Al oírlo, la madre acude de prisa y lo primero que hace no es por supuesto castigar al atrevido sino tranquilizarlo mediante su contacto corporal y sólo cuando se ha calmado por completo y no tiene miedo, le enseña el camino correcto.
Los animales parecen saber de manera instintiva algo que hasta ahora escapó al intelecto de muchos profesores de gimnasia y entrenadores deportivos: el miedo es el peor de los maestros porque no activa las funciones del cerebro sino que las bloquea.
La naturaleza dota a las madres tanto humanas como animales, de cualidades pedagógicas auxiliares ya que en su inconsciente descansa un amplio espectro de modos de comportamiento que la convierten en una perfecta maestra de sus hijos sin necesidad de haber estudiado pedagogía infantil.
La condición previa y necesaria para la existencia de esas capacidades, que actúan sobre lo instintivo, es la existencia de un perfecto lazo de unión y afecto entre la madre y el hijo, establecido inmediatamente después del nacimiento.