Los Reyes Católicos

Los Reyes Católicos

La princesa Isabel no estaba destinada a ser reina, pero la muerte de su hermano Enrique IV la llevó al trono de Castilla. Isabel ejerció el poder por sí misma y llevó al reino a la cúspide de su prestigio.

No estaba destinada a ocupar el trono, pero su determinación le permitió conquistarlo. Ya dueña de la corona, ejerció por sí misma el poder y llevó al reino de Castilla a la cúspide de su prestigio. Cuando nació su hija, Isabel, el rey Juan II de Castilla ya tenía un hijo varón de veinte años, Enrique (apodado más tarde el Impotente), nacido de su primer matrimonio con María de Aragón, y sería él quien, tras años más tarde, en 1454, le sucedería en el trono. Cuando esto ocurrió, la princesa Isabel fue enviada junto a su madre, Isabel de Portugal, a Arévalo, lejos de la corte y cerca de Medina del Campo, a cuyo castillo de la Mota se sentiría siempre estrechamente vinculada. Pese a esta aparente marginación, Isabel recibió una esmerada educación de acuerdo con lo que se esperaba que aprendiera una princesa del momento.

Desde pequeña vivió rodeada por un excelente grupo de damas de compañía y tutores, designados directamente por su padre antes de morir, entre los que se encontraban algunas de las figuras que con el tiempo estarían llamadas a desempeñar una importante función en su vida y su reinado, como Lope de Barrientos, Gonzalo de Illescas, Juan de Padilla, Gutierre de Cárdenas y fray Martín de Córdoba. De ellos recibió una formación humanística basada en la gramática, la retórica, la pintura, la filosofía y la historia. Nadie supo a ciencia cierta los motivos por los que su hermanastro, que nunca se había preocupado demasiado por ella, decidió llamarla junto a él en 1462, poco antes del nacimiento de su hija Juana. La princesa contaba entonces diez años. ¿Pensó quizá que era preferible tenerla cerca y bien controlada? La inestabilidad política en Castilla crecía por momentos debido a las desavenencias entre el monarca y algunos magnates del reino, capitaneados por el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo. Las tensiones llegaron a su punto extremo en 1465, cuando los nobles impusieron al rey un humillante conjunto de medidas que limitaban su poder. Una de las exigencias que Enrique IV debió aceptar fue que la princesa Isabel se alejara de la corte y tuviera casa propia en el Alcázar de Segovia. Tan sólo tres años después, el propio Enrique aceptó un pacto -materializado en una venta cercana a los Toros de Guisando, cerca de Ávila- por el que, a cambio de que sus adversarios aceptaran su continuidad en el trono, reconocía a Isabel como legítima sucesora en la corona de Castilla

Aconsejada por el arzobispo Alfonso Carrillo, Isabel tomó como pretendiente matrimonial al candidato aragonés, Fernando, hijo y heredero, como ella, de otro Juan II. Todo se llevó en el más absoluto secreto. El 5 de septiembre de 1469, Fernando partió de Zaragoza disfrazado de criado y acompañado por tan sólo seis personas. Cuatro días después tenía lugar la ceremonia nupcial, que incluyó la bendición también en el sentido político, del arzobispo Carrillo. Al día siguiente, como era preceptivo, el matrimonio fue debidamente consumado en la cámara nupcial ante un selecto grupo de testigos. Los cronistas oficiales presentaron su encuentro como un amor a primera vista. Pero, por supuesto, Fernando tenía tantos intereses políticos en ese matrimonio como los que pudiera tener su esposa. Una fría mañana del 12 de diciembre de 1474 llegó al Alcázar de Segovia, donde habitaba la pareja, la noticia de que Enrique había muerto. Al día siguiente, Isabel I se autoproclamó con toda solemnidad reina de Castilla y envió cartas a las principales ciudades del reino exigiéndoles obediencia. Pero el camino distaba mucho de quedar expedito. A las pocas semanas, su sobrina Juana hacía lo mismo, Y no sólo eso: negociaba con su tío, el belicoso rey Alfonso de Portugal, un contrato matrimonial que permitiera unir las fuerzas de ambos reinos con el objetivo de defender sus derechos. Comenzaba así una sangrienta guerra por el trono castellano que no finalizaría hasta septiembre de 1479, con los tratados de Alcáçovas y Moura. La victoriosa Isabel I exigió que su sobrina renunciara al matrimonio con Alfonso y entrara como monja en el convento de las clarisas de Coimbra. Con ello, la reina pretendía garantizar a cualquier precio que su rival no tuviera descendencia.

Rey de Castilla desde 1474, gracias a su boda con su prima Isabel, y de Aragón desde 1479

Fernando II el Católico fue un diplomático hábil y un rey implacable. Su papel en la conquista de Granada, Navarra y Nápoles fue fundamental. Pero no pudo evitar enfrentarse con su yerno Felipe el Hermoso por el trono de Castilla. Y su matrimonio con Germana de Foix pudo cambiar la historia de España. Soberano implacable, político audaz y perfecto caballero del Renacimiento, Fernando II de Aragón marcó por sí mismo, más allá de su boda con Isabel I de Castilla, una de las épocas más brillantes y agitadas de la historia de España.

El 10 de marzo de 1452 nació en la villa oscense de Sos un infante que en principio no parecía encaminado a grandes destinos. El niño, bautizado con el nombre de Fernando, era hijo de Juan II de Aragón y su segunda esposa y parienta lejana doña Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla, uno de los principales magnates del país vecino. La sucesión al trono había de recaer en su hermano primogénito, Carlos, príncipe de Viana, pero la prematura muerte de éste llevó a Fernando inesperadamente al trono. A esta situación se le sumaría un acontecimiento tan singular como afortunado: la boda de Fernando con su prima segunda la infanta Isabel de Castilla, la futura reina Isabel I la Católica.

Juntos gobernarían casi todo el territorio peninsular, forjando la unión dinástica que dio carta de nacimiento a España. La trayectoria vital de Fernando II de Aragón y V de Castilla refleja perfectamente la transición entre los tiempos medievales y modernos, encarnando el paso de unos estados situados en la periferia de Europa a un Imperio plurinacional convertido pronto en la mayor potencia del mundo. Irónicamente, Fernando el Católico fue el rey aragonés que más sangre castellana llevó en sus venas, descendía por casi todos sus costados de príncipes y nobles castellanos. La estabilidad del gobierno quedó fijada, tras arduos debates y más de un amago de ruptura entre los cónyuges, mediante una serie de concordias, acuerdos por los cuales Fernando e Isabel reinaban de forma conjunta en Castilla. En 1478 se funda la Inquisición, instrumento de poder político a la par que tribunal de la fe. Ambos monarcas decidieron expulsar a los judíos de sus reinos y los dos, y Fernando en mayor medida, usar

No olvidemos que el Santo Oficio era, junto con la Corona, la única institución común a Aragón y Castilla, y su largo brazo alcanzaba lugares donde no llegaba la jurisdicción regia. Fernando decidió acometer dos ambiciosos proyectos que debían ampliar sustancialmente el territorio bajo su poder: la guerra de Granada, para la que contó con el apoyo de su esposa, ya que se trataba de destruir el último reducto del Islam en la península Ibérica; y la recuperación para Cataluña de los condados ultra pirenaicos del Rosellón y la Cerdaña, una pretensión que no contaba con el beneplácito de Isabel por la posibilidad de abrir un nuevo frente bélico. En todo caso, si hay algo que podemos adscribir a Fernando es la política italiana, para dar continuidad a los intereses de la Corona de Aragón con el control de Cerdeña, Sicilia y el comercio marítimo, y con las pretensiones sobre Nápoles. Todo se precipitó con la intervención francesa en 1494, debido a las ambiciones italianas del rey Carlos VIII, que conquistó Nápoles. La respuesta de Fernando no se hizo esperar: creó la Liga Santa, una coalición con el Papa, Milán y Venecia. Así comenzaron las guerras de Italia, que duraron hasta 1559 y terminaron por asentar la hegemonía española. Otro de sus grandes éxitos consistió en la conquista definitiva de Canarias, el prólogo inevitable de la intervención en América. En pleno éxito, la vida de Fernando el Católico se vio trastornada por la muerte de Isabel I en 1504. Pero un año después el monarca firmó el tratado de Blois con Luis XII de Francia, para contrarrestar el poder de Felipe el Hermoso, y se casó con Germana de Foix, sobrina del rey. Las historias tradicionales parecen obviar los últimos doce años de vida del Rey Católico, tiempo sin embargo desbordado de acontecimientos.

Sea como fuere, lo cierto es que Fernando el Católico fue uno de los mejores monarcas de los siglos medievales y modernos. Desde luego, uno de los más grandes y el que puso los cimientos del Imperio español de los siglos XVI y XVII, la mayor potencia del orbe.

Los Reyes Católicos: entre el amor y la política

El de Isabel y Fernando no fue un matrimonio por amor (muy pocos lo eran), pero la pasión y el afecto tuvieron su lugar en una unión determinada por la razón de Estado

El matrimonio de los Reyes Católicos, realizado cuando ambos eran unos adolescentes y ninguno de ellos era rey ni tenía seguridades completas de llegar a serlo, tuvo consecuencias trascendentales para la historia de España, e incluso del mundo, pues conllevó la unión de Castilla y Aragón, el fin de la Reconquista o el descubrimiento de América. Pero a la vez el enlace revistió una dimensión personal no menos interesante para el historiador. Aunque en su origen la unión estuvo dictada por razones de conveniencia política, desde los primeros momentos se advirtió entre los esposos una compenetración especial. En ello no faltó la pasión amorosa, en el caso de Fernando sobre todo en las fases iniciales del matrimonio, cuando en sus cartas a la reina aludía al mal que le causaba la separación o se presentaba como amante despechado; a Isabel, más discreta pero también más constante, la dejaban en evidencia sus recurrentes accesos de celos.

Este afecto mutuo no impidió que entre los cónyuges surgieran desavenencias pasajeras, por ejemplo por el empeño de Isabel en hacer visible que ella era la “reina propietaria” de Castilla, mientras que Fernando en Castilla era simple rey consorte, aunque le otorgara plena facultad de mando. Con el tiempo entre ambos se impuso una complicidad basada en sus comunes intereses políticos pero también en la preocupación compartida por la suerte de sus hijos. La muerte del príncipe heredero Juan, en 1497, supuso un duro golpe para ambos, agravado por el fallecimiento de su otra hija mayor, Isabel, y del hijo de ésta, Miguel, heredero del reino. La sucesión pasó entonces a su tercera hija, Juana, cuyos desequilibrios psicológicos amargaron los últimos días de la reina Isabel, fallecida cuando tenía poco más de 50 años, en 1504. Fernando escribió entonces: "su muerte es para mí el mayor trabajo que en esta vida me podría venir…" La juventud y los años de plenitud de la monarquía unificada se habían esfumado, ante un futuro que no se sabía aún qué depararía.