El fin del imperio de occidente

El fin del imperio de occidente

Occidente llegó a su fin en el año 476, cuando Odoacro, un caudillo bárbaro, destituyó al joven emperador Rómulo Augusto y asumió el gobierno de Italia.

En el 410 las tropas del visigodo Alarico saquearon Roma, causando una conmoción general en todo el Imperio. Pero la ilustre historia del Imperio romano de Occidente vivió su último capítulo en el año 476 en Ravena, ciudad que desde hacía unas décadas era la capital del mismo Imperio. El general bárbaro Odoacro se hizo con el gobierno de Italia, tras destituir y desterrar a Rómulo Augusto, el último emperador, un joven que por su debilidad se ganó enseguida el apodo de «Augústulo», el pequeño Augusto.

Tradicionalmente, estos sucesos han sido descritos como los que marcaron el tránsito de la Antigüedad a la Edad Media. Sin embargo, Augusto no fue el personaje principal de esta debacle, sino tan sólo una víctima involuntaria de las decisiones de otros: en primer lugar, Orestes y Odoacro; algo más lejos, en Constantinople, Zenón, el emperador de Oriente; en la sombra, condenado a la inacción, el depuesto emperador de Occidente, Julio Nepote. Orestes, padre de Rómulo Augusto que estuvo afincado en Panonia (Hungría), llegó a unirse al séquito del huno Atila.

A la muerte de este, en el año 453, Orestes buscó fortuna en el Imperio romano de Occidente, donde desarrolló una exitosa carrera. Se rebeló y marchó contra el emperador Julio Nepote, que huyó de Ravena en agosto de 475. Dos meses más tarde, el 31 de octubre, su hijo, Rómulo Augusto, era proclamado en Ravena emperador de la parte occidental del Imperio romano. Orestes ejerció el poder en nombre de su hijo durante los escasos diez meses que duró su mandato: hubo de hacer frente a una rebelión de su ejército, y las tropas amotinadas escogieron como líder a Odoacro. Comprimida entre Orestes y Odoacro, la figura de Rómulo Augusto quedó empequeñecida, difuminada; fue una marioneta en manos de uno y otro, un instrumento más de sus juegos de poder.

El emperador Nerón aprovechó el incendio del año 64 d.C. para erigir su gran palacio, la Domus Aurea, mientras acusaba a los cristianos del desastre para alejar de sí las sospechas.

Una noche de julio del año 64 d. C. se declaró un atroz incendio en el área del Circo Máximo, en Roma. El viento propagó rápidamente las llamas, sembrando el terror entre la población. Tras seis días interminables de devastación sin tregua se logró habilitar cerca del monte Esquilino una zona abierta para servir de cortafuegos. Entonces se desató un segundo incendio, cuyo foco se localizaba en el barrio Emiliano, en una finca de Ofonio Tigelino, prefecto del pretorio y mano derecha de Nerón. El fuego arruinó la ciudad y dejó una estela de sospechas, que recayeron ya sobre el soberano, Nerón, ya sobre los culpables que él señaló: los cristianos. Este desastre continúa siendo, a día de hoy, uno de los episodios más conocidos de la Roma Imperial.

 

Tanto contemporáneos como historiadores posteriores culparon al propio emperador, al que presentaron cantando con su lira mientras contemplaba extasiado el poder devorador de las llamas. En el momento del incendio, Nerón llevaba diez años a la cabeza del Imperio. En su primera etapa de gobierno había resultado un ejemplo de respeto a las tradiciones políticas romanas, pero comenzó a derivar hacia una forma de gobierno despótico. El episodio que originó este declive fue el asesinato de su propia madre, Agripina. No hay duda de que el incendio, ya fuera casual o intencionado, constituyó para Nerón su gran oportunidad para seguir fomentando una política orientalizante —ya que practicaba una política cada vez más personalista— y populista. Nerón no consiguió disipar las sospechas de que había sido él el causante del incendio. Era necesario buscar urgentemente a un culpable y para ello recurrió a una de las minorías religiosas llamadas entonces «sectas»: la de los cristianos o seguidores de Cristo.

Esta perversa estrategia de Nerón no parece tanto una persecución dirigida contra los cristianos por el hecho de serlo, sino más bien un intento desesperado por encontrar a alguien a quien culpar de lo ocurrido y poder alejar de sí las sospechas.

En la noche del 21 de junio de 1791, Luis XVI y su familia salieron en secreto de París, en una carroza con destino a la frontera. Cuando casi habían llegado a la meta, fueron reconocidos y arrestados

El 6 de octubre de 1789, después de que una muchedumbre asaltara el palacio de Versalles, Luis XVI decidió trasladarse con su familia a otro palacio en el mismo centro de París, el de las Tullerías. Acostumbrados al lujo y a la libertad de movimientos de que gozaban en Versalles, Luis y su esposa, la reina María Antonieta, se vieron de repente recluidos en unos apartamentos relativamente pequeños, rodeados por el tumulto de la ciudad y debiendo soportar la presencia constante de la Guardia Nacional, que más que protegerlos parecía a veces vigilarlos. Para muchos partidarios de la vieja monarquía, aquello parecía un arresto domiciliario. La prueba definitiva llegó el 19 de abril de 1791, cuando los reyes decidieron salir de París para pasar el Domingo de Ramos en su residencia campestre de Saint-Cloud y se vieron envueltos por una multitud que les impidió partir e incluso los cubrió de insultos. Tras el incidente, el rey no se recató en declarar públicamente que era un prisionero; en privado, instado por su esposa, decidió escapar.

Hacía meses que muchos nobles le habían aconsejado huir; de hecho, sus hermanos pequeños, el duque de Anjou y el conde de Artois, habían emigrado justo después de la toma de la Bastilla. El rey se había mostrado indeciso, pero no así María Antonieta, quien pese a su fama de frivolidad demostró estar forjada en un metal más duro que su marido. Decidida a escapar, buscó la ayuda del conde Axel von Fersen, un aristócrata sueco que se había ganado su confianza. Tras el fiasco de Saint-Cloud, el proyecto se puso en marcha. El plan consistía en escapar de noche y viajar de incógnito hasta la ciudad fronteriza más próxima, Montmédy, unos 287 kilómetros al este de París, en la actual frontera con Bélgica (entonces posesión austríaca); veinte horas de viaje sin pausa podían ser suficientes. Allí, el rey lanzaría una proclama para denunciar los abusos de la Revolución.

La gran escapada

A las diez de la noche del 20 de junio de 1791, la reina llevó a sus hijos a Fersen en secreto. Luego volvió al salón, como si nada hubiera sucedido. Poco después se retiró a su dormitorio, dio las instrucciones a sus doncellas para el día siguiente y se acostó. Pero nada más quedarse sola se vistió con un traje sencillo de color gris, se tapó la cara con un velo y salió por unas puertas ocultas del palacio. El rey, por su parte, debió quedarse departiendo con los cortesanos hasta las once y media de la noche. Cuando se fue a dormir, su ayuda de cámara, como era tradición, se acostó a sus pies con un cordel atado a su muñeca para que el monarca pudiera llamarlo en cualquier momento. Para despistarlo, Luis le hizo un encargo; cuando el ayuda de cámara volvió, pensó que el rey estaba dormido dentro de su cama con dosel, pero, en realidad, el monarca ya había huido. Luis, María Antonieta, sus dos hijos y Fersen se reunieron por fin a las dos de la madrugada, con dos horas de retraso. Iban en un vehículo nuevo, enorme y lujoso, en el que cabían cómodamente los cinco fugitivos más el aya de los príncipes, dos camareras, el peluquero de la reina y otros ayudantes, con baúles repletos de ropa, vajilla, botellas de vino y otros lujos. No era una comitiva precisamente discreta, pero aun así salió de París sin levantar sospechas.

La fuga se descubrió a las ocho de la mañana. Al principio, algunos intentaron hacer creer que el rey había sido raptado por contrarrevolucionarios, pero a mediodía se descubrió que Luis había dejado un documento en el que explicaba las razones de su huida. Las autoridades reaccionaron ordenando el arresto de cualquier persona que intentara abandonar el reino.

Los fugitivos viajaban bajo identidades falsas: la marquesa de Tourzel, aya de los príncipes, se hacía pasar por una aristócrata rusa, la baronesa De Korff, mientras que la reina y la hermana del rey fingirían ser sus doncellas; el rey, por su parte, era el criado Durand. Cambiaron de caballos en Bondy, a media hora de París. Allí, por voluntad del rey, se separaron de Fersen, que al marcharse gritó bien fuerte: «¡Adiós, madame De Korff!». Continuaron sin novedad hasta Châlons, adonde llegaron a las seis de la tarde. Se pararon a merendar y tuvieron una avería en una rueda, que les llevó media hora reparar, lo que hizo que llegaran a Pont-de-Somme-Vesle con dos horas de retraso, cuando las tropas que los esperaban para escoltarlos se habían marchado ya.

Los reyes avanzaron hasta llegar a Sainte-Menehould a eso de las ocho. La noticia de la huida del rey se había difundido ya y cundía la agitación entre el pueblo. Uno de los más exaltados era el maestro de postas del lugar, Jean-Baptiste Drouet, quien había visto a la reina tiempo atrás, cuando era militar. Cuando echó un vistazo al interior de la carroza reconoció a María Antonieta de inmediato y también se percató de que el supuesto criado Durand tenía los mismos rasgos que el rey, tal como se lo representaba en los billetes que circulaban por entonces.

El drama de Varennes

La carroza real logró continuar el camino, pero Drouet, tomando otra ruta, llegó antes que ellos a la siguiente etapa, el pequeño municipio de Varennes-en-Argonne, a tan sólo 50 kilómetros de Montmédy. Los fugitivos llegaron allí cuando ya era de noche y se detuvieron a las afueras. Drouet había dado la voz de alerta e hizo que el procurador, monsieur Sauce, máxima autoridad del lugar dado que el alcalde estaba ausente, examinara los papeles a los viajeros. Inicialmente, Sauce declaró que los pasaportes estaban en regla y no había motivo para retener a la carroza, pero Drouet dio un puñetazo sobre la mesa y respondió: «Son el rey y su familia, y si los dejáis marchar al extranjero seréis culpable de alta traición». Sauce se inclinó; a la espera de comprobar la identidad de los viajeros, los alojó en su propia casa. El glotón Luis XVI aceptó gustosamente el pan y el queso que la esposa del anfitrión les ofreció para reponerse.

Entonces a Sauce se le ocurrió despertar a un vecino ya mayor, antiguo juez de paz, que había estado en Versalles y que sin duda había visto al monarca; él podría resolver la duda de si aquél era verdaderamente el rey. Así sucedió. Cuando el anciano se presentó ante el rey se arrodilló y exclamó «¡Ah, Sire!»; Luis XVI no pudo, o no quiso, seguir ocultando su identidad. Declaró a todos que era el monarca y les pidió que lo dejaran continuar a Montmédy.

Justo entonces se presentó en el pueblo un destacamento de húsares alemanes dispuesto a rescatar a sablazos al rey. Pero Luis XVI temía por la seguridad de su familia y quiso esperar a que acudieran más tropas. Entrada la madrugada ya era demasiado tarde: los revolucionarios les bloqueaban el paso. Luego llegaron dos de los muchos comisarios que la Asamblea Nacional había enviado en todas direcciones para detener al rey. Luis XVI no marcharía a Montmédy, sino que regresaría con su familia a París.

El humillante regreso

Los fugitivos tardaron tres días en desandar lo que habían recorrido en veinte horas de frenética fuga. Seis mil ciudadanos armados y guardias nacionales los acompañaron durante el trayecto. El 25 de junio entraron en París, en medio de un silencio sepulcral. Según los testigos, el abúlico monarca parecía extraordinariamente tranquilo, como si nada especial hubiese pasado.

Tras la huida de Varennes, la oposición de los revolucionarios a la monarquía se hizo cada vez más virulenta. El 10 de agosto de 1792, el palacio de las Tullerías fue asaltado y un mes después se proclamó la República, mientras la familia real era encerrada en el Temple. Luis XVI sería juzgado ante la Asamblea por traición, condenado a muerte y ejecutado en la guillotina el 21 de enero de 1793. Meses más tarde, el 16 de octubre, su esposa María Antonieta también fue ajusticiada. Fersen, el artífice de la huida, no corrió mejor suerte. De vuelta en Suecia, sería linchado en 1810 por una multitud que lo acusaba de haber envenenado al príncipe heredero.