La guerra de los cien años

La guerra de los cien años

La Guerra de los Cien Años

Como Guerra de los Cien Años se conoce al enfrentamiento bélico que sostuvieron Francia e Inglaterra durante gran parte de la Baja Edad Media. Auténtica sucesión de conflictos, esta pugna acabó arrastrando a otros reinos occidentales, por lo que puede ser considerada como la primera gran guerra internacional europea. La reclamación de los derechos de Eduardo III de Inglaterra (1327-1377) al trono de Francia ha sido considerada tradicionalmente el origen de la guerra. Sin embargo, esta coartada o pretexto dinástico, que en ocasiones sí impulsó el conflicto, fue sólo una de sus causas, y no la primera. En la génesis de esta prolongada guerra convergen diferentes razones político-económicas: la principal fue el control de la rica Guyena o Gascuña, último reducto francés del Imperio Angevino de Enrique II Plantagenet (1154-1189), lo que convierte esta guerra en el último episodio de la secular pugna Capeto-Plantagenet por el dominio de Francia. Guyena era feudo inglés, pero los reyes de Francia consideraban que, como soberanos feudales, tenían derecho a intervenir en sus asuntos internos. Esta inadaptación feudal a las nuevas circunstancias políticas y económicas generaría permanentes incidentes, como las confiscaciones francesas de Guyena en 1294 y 1323. La hostilidad anglo-francesa se agudizó debido a los conflictos periféricos menores, como el apoyo francés a Escocia contra la hegemonía inglesa, el control del estratégico ducado de Bretaña y la cuestión sucesoria de Artois. Sin embargo, la chispa del conflicto fue Flandes, otra fuente de disputas debido a la peligrosa contradicción existente entre su dependencia económica de la lana inglesa y su subordinación feudal a los reyes de Francia, problema agravado por la lucha social entre la nobleza profrancesa y los grupos urbanos proingleses. Tras el sometimiento de la rebelión de las ciudades flamencas en la batalla de Cassel (1328), el conde de Flandes Luis de Nevers y Felipe VI de Francia se aliaron en perjuicio de los vitales intereses ingleses en la zona, a lo que respondió Eduardo III con una medida explosiva: en 1336 prohibió las exportaciones de lana inglesa a Flandes, arruinando a los artesanos flamencos. Un año después Felipe VI procedió a la tercera confiscación de Guyena. Eduardo III rompió entonces el homenaje prestado en 1329 y reclamó el trono de Francia. La cuestión dinástica, menor hasta esa fecha, adquirió entonces un papel esencial al convertirla Eduardo III en la única forma de asegurar el vital dominio inglés sobre Guyena. Será Eduardo III quien tome la iniciativa y mantenga Flandes como primer escenario del conflicto. En 1339 los flamencos se rebelaron contra el conde Luis de Nevers, encabezados por Jacobo van Artevelde, gran burgués de Gante, quien reclamó la presencia del monarca inglés. Este desembarcó en Flandes y se proclamó rey de Inglaterra y Francia. Poco después la flota francesa fue derrotada por los ingleses en L'Ecluse (junio de 1340). Sin embargo, falto de recursos y de apoyo diplomático, Eduardo III no pudo explotar este primer triunfo y firmó una tregua en Esplechin. Tras comprobar que no derrotaría a Francia desde Flandes, el monarca inglés abrió otros frentes. Un problema sucesorio surgido en 1341 en el ducado de Bretaña degeneró rápidamente en guerra civil entre Carlos de Blois, sobrino de Felipe VI, y Juan de Montfort, apoyado por Inglaterra. Eduardo III necesitaba la seguridad del eje económico Canal de la Mancha-Gascuña por lo que la apertura del segundo frente bretón era para el rey de Inglaterra una necesidad lógica. Franceses e ingleses aprovecharon Bretaña como laboratorio militar, internacionalizando el conflicto bretón. Finalmente, en enero de 1343, se acordó la tregua de Malestroit. Sin un vencedor claro, Bretaña quedó dividida, pero Eduardo III logró asegurarla como base militar inglesa. En 1345 se reabrieron todos los frentes. Eduardo III estrechó su alianza con Jacobo van Artevelde, pero la crisis económica de Flandes desembocó en su asesinato, la retirada inglesa de la zona y la restauración pro-francesa de la mano del conde Luis de Male (1346-1384). Eduardo III llevó entonces la guerra a la propia Francia. En julio de 1346 una pretensión feudal del noble normando Godofredo de Harcourt fue apoyada por el rey inglés, quien desembarcó en Normandía con un ejército pequeño y potente formado por poca caballería y muchos arqueros y cuchilleros. Marchando en cabalgada, los ingleses saquearon Caen, amenazando Rouen y la propia París, pero, sin fuerzas suficientes, se replegaron hacia el norte perseguidos por el ejército de Felipe VI. El esperado gran choque anglo-francés tuvo lugar en Crécy-en-Ponthieu (25 de agosto de 1346): los arqueros de Eduardo III y su hijo Eduardo de Gales (el Príncipe Negro) destrozaron a la indisciplinada y valerosa caballería francesa apoyada por ballesteros genoveses, inaugurando una nueva época en el arte militar. Explotando su victoria, Eduardo III asedió Calais. El rey David II de Escocia, aliado con Felipe VI, invadió Inglaterra desde el Norte, pero fue derrotado por los ingleses en la batalla de Neville's Cross (17 de octubre de 1346). Poco después Calais se rindió e Inglaterra obtuvo una estratégica cabeza de puente en el continente, clave para el futuro de la guerra. Como colofón a sus victorias, y siguiendo el ejemplo de Alfonso XI de Castilla, Eduardo III fundó en 1348 la caballeresca Orden de la Jarretera (The Most Noble Order of the Garter). Entre 1346 y 1355 las dificultades económicas y la propagación de la Peste Negra disminuyeron mucho la tensión de la guerra. Sin embargo, Eduardo III culminó sus victorias derrotando a una flota castellana en Winchelsea (1350), respuesta a la inclinación francófila adoptada por Castilla a finales del reinado de Alfonso XI y consolidación de la hegemonía naval inglesa lograda en L'Ecluse (1340). En 1350 murió Felipe VI dejando a Francia derrotada y sumida en una profunda crisis interna. Político mediocre y exaltado defensor de la caballería, Juan II el Bueno (1350-1364) no era la persona adecuada para resolver la gran crisis militar, política, económica y demográfica que padecía Francia, aunque al principio tomó decisiones prometedoras, como la reforma del ejército y la fundación de la Orden de la Estrella (1351). El conflicto bélico continuó en tono menor. Protagonizada por compañías de mercenarios -routiers- que se vendían al mejor postor, la guerra carecía de grandes estrategias, y se convirtió en una agotadora depredación y destrucción de los recursos de Francia. El principal problema de Juan el Bueno fue Carlos II de Evreux, rey de Navarra (1349-1387). Nieto de Luis X y gran señor francés, el monarca navarro combinó sus aspiraciones al trono de Francia con el liderazgo de un partido nobiliario opuesto al poder real y con sus ambiciones territoriales al calor de la guerra. Jugando con la amenaza de una alianza con Eduardo III (así obtuvo la mitad de Normandía y Champaña a costa del rey en el tratado de Mantes de 1354), Carlos el Malo se convirtió en el árbitro de la situación francesa. Reanudadas las hostilidades, en el otoño de 1355 el Príncipe Negro ridiculizó a Juan II atravesando dos veces el Midi sin resistencia, mientras Eduardo III aseguraba la frontera escocesa. Juan II quiso prevenirse de las intrigas de Carlos II de Navarra y en abril de 1356 ordenó capturarle. Su hermano Felipe de Evreux pidió ayuda a Eduardo III. Desde Burdeos el Príncipe Negro dirigió una nueva cabalgada, esta vez hacia el Norte. Ingleses y franceses se encontraron de nuevo en la batalla de Poitiers (19 de septiembre de 1356), repetición de Crecy en la que el propio Juan II cayó prisionero. El desastre militar sacó a la superficie todo el descontento contenido hasta entonces en Francia. Preso el rey en Inglaterra, el gobierno fue asumido por su hijo Carlos. El delfín, enfermizo y desprestigiado en Poitiers, tuvo que enfrentarse entre octubre de 1356 y mediados de 1358 a una crisis abiertamente revolucionaria que puso a prueba la estabilidad de la monarquía francesa. Al control del gobierno real por los Estados Generales de Languedoïl y Languedoc (1356 y 1357), los estragos causados por las bandas descontroladas de "routiers" y la liberación y nuevas maniobras de Carlos II de Navarra, se sumaron la insurrección de los burgueses de París encabezados por el preboste (funcionario público) de mercaderes Etienne Marcel y el estallido en el noreste de la revuelta campesina de la Jacquerie. La victoria final del hábil delfín se debió a que se enfrentaba a "fuerzas y poderes locales reflejo del regionalismo de Francia" con intereses totalmente diferentes. Superadas estas conmociones internas, el agotamiento de ambas partes condujo a los acuerdos de Brétigny-Calais (octubre de 1360): Eduardo III renunció a sus pretensiones al trono de Francia a cambio de extensos territorios. Aunque el tratado de Brétigny-Calais fue un éxito francés, sus durísimas condiciones, que suponían el dominio inglés sobre un tercio del reino, sancionaron el indiscutible triunfo de Inglaterra en la primera fase de la Guerra de los Cien Años. Por la misma razón, la paz anglo-francesa de 1360 estaba condenada a no durar mucho. Entre 1365 y 1389 el horizonte geográfico de la Guerra de los Cien Años se amplió a toda Europa Occidental. La entrada de los reinos hispánicos en el conflicto respondió a la proyección del conflicto anglo-francés sobre los reinos peninsulares, pero también a la condición de grandes potencias que estos reinos peninsulares -sobre todo Castilla- habían alcanzado a mediados del siglo XIV. El caballeresco Juan II de Francia murió en 1364. Su hijo Carlos V (1364-80), enfermizo, culto y más burócrata que guerrero, fue un brillante político que supo escoger colaboradores capaces -los nobles Felipe de Borgoña (1365) y Flandes (1384) y Luis de Anjou; los teóricos Raúl de Presles, Felipe de Mézières y Nicolás de Oresme; y los militares Bertrand du Guesclin y Juan de Vienne- con los que ejecutar con éxito un proyecto político concreto: la revisión del tratado de Brétigny. Esta labor comenzó pronto. La crisis sucesoria de Borgoña permitió a Carlos V eliminar del escenario político a Carlos el Malo, derrotado en la batalla de Cocherel, aunque no pudo impedir la independencia de Bretaña (1364). Libre de Carlos II, en 1365 Carlos V debía evitar el azote de las bandas de "routiers" desempleadas tras la paz. La situación de la Península Ibérica le brindó la oportunidad de planear una atrevida solución. A mediados del siglo XIV, la Castilla de Pedro I (1350-1369) y la Corona de Aragón de Pedro IV el Ceremonioso (1336-1387) iniciaron la carrera por la hegemonía peninsular. Esta lucha culminó en la llamada Guerra de los dos Pedros (1356-1369), donde quedó de manifiesto que la Corona de Aragón -con menor población y recursos, y muy afectada por la Peste Negra- no podía resistir la superioridad política, económica y militar de Castilla ni en tierra ni, por primera vez, tampoco en el mar (ataque naval castellano a Barcelona en 1359). Para debilitar a su rival, Pedro IV había apoyado desde 1356 la rebelión de la nobleza castellana dirigida (desde 1354) por el infante Fernando de Aragón y, después, por el conde Enrique de Trastámara y sus hermanos, hijos bastardos de Alfonso XI. La revuelta, consecuencia de la dura política autoritaria de Pedro I -de aquí su sobrenombre de Cruel y Justiciero-, acabó con la oposición nobiliaria diezmada o expulsada. La victoria real hizo que los Trastámara, refugiados en Francia, proyectaran el destronamiento de Pedro I, al que acusaron de cruel, tirano y amigo de judíos y musulmanes. Otra de las claves de esta situación era la posición de Castilla respecto al conflicto anglo-francés. Mediante una política de neutralidad activa, Alfonso XI había querido compaginar la tradicional alianza con Francia -establecida desde Sancho IV y apoyada por la nobleza y el clero-, con el interés de la emergente marina castellana en la alianza con Inglaterra, única potencia naval capaz de garantizar la seguridad de las rutas comerciales con Flandes. La francofilia final de Alfonso XI había provocado la reacción inglesa en Winchelsea (1350). Desde 1353 Pedro I se inclinó definitivamente por la alianza con Inglaterra en beneficio de los marinos vasco-cantábricos. El agitado panorama peninsular propició la confluencia de diferentes intereses. Pedro IV de Aragón quería aliviar el peso de la hegemonía castellana y los Trastámara necesitaban a las expertas compañías francesas para derrocar a su hermanastro. Por su parte, Francia necesitaba neutralizar la peligrosa alianza anglo-castellana, obtener el apoyo naval de Castilla y eliminar la molesta presencia de los "routiers". A sugerencia de Pedro el Ceremonioso y la nobleza trastamarista, Carlos V decidió intentar una solución compleja y ambiciosa: sustituir un rey anglófilo, Pedro I, por otro francófilo, Enrique de Trastámara. A finales de 1365 la revuelta castellana se internacionalizó. Con apoyo de Carlos V y Pedro IV, Enrique de Trastámara invadió Castilla junto a los "routiers" de las "compañías blancas" francesas de Du Guesclin, y con el apoyo de la nobleza fue coronado como Enrique II (1365-1379). Pedro I, con respaldo portugués y nazarí, pero casi solo en Castilla, huyó a Guyena y pidió ayuda al Príncipe Negro, señor de Aquitania. Ambos acordaron el tratado de Libourne (septiembre de 1366). Eduardo de Gales se comprometió a restaurar a Pedro I a cambio del señorío de Vizcaya, y Carlos II el Malo dejaría pasar a las tropas anglo-gasconas a cambio de Guipúzcoa, Álava y parte de la Rioja. La Península se convirtió en el nuevo teatro de operaciones de los ejércitos anglofranceses. A principios de 1367 el Príncipe Negro y Pedro I entraron en Castilla y derrotaron a los trastamaristas en la espectacular batalla de Nájera (3 de abril). El rey Cruel recuperó el trono, pero se negó a cumplir el tratado de Libourne. Sin apoyo inglés, Pedro I no pudo oponerse a una nueva invasión francesa planeada por Carlos V y dirigida por Enrique II y Du Guesclin. Durante esta campaña, la alianza franco-castellana, destinada a durar un siglo, quedó suscrita en el tratado de Toledo (1368). Los trastamaristas derrotaron a Pedro I en Montiel, donde murió a manos de su hermanastro en marzo de 1369. La victoria de Enrique II supuso el triunfo de la gran estrategia de Carlos V, que desde entonces podría contar con la alianza de Castilla en su lucha contra Inglaterra. Entre 1369 y 1375 la política de "mercedes enriqueñas" con la nobleza, su capacidad militar y el equilibrio entre nobleza y Cortes permitieron a Enrique II asegurar la integridad territorial de Castilla frente a una coalición peninsular antitrastamarista (Aragón, Portugal, Navarra y Granada), garantizar su hegemonía ibérica y legitimar diplomáticamente la nueva dinastía mediante sucesivos tratados y acuerdos matrimoniales (Portugal y Navarra en 1373, Aragón en 1375). Con el apoyo de Castilla, en 1369 Carlos V se encontró en condiciones de exigir la revisión de los tratados de Brètigny. Iniciada la guerra, sus eficaces medidas militares (reparación de fortificaciones, pagos regulares a tropas, promoción de mandos competentes) permitieron resistir la embestida inglesa sobre Artois y Normandía e infligir la primera derrota campal al ejército inglés en Pontvallain (1370). Entre 1369 y 1374 Du Guesclin y el duque Luis de Anjou recuperaron la mayor parte de lo perdido en 1360 mediante una eficaz guerra de desgaste. En 1372, año crucial, Carlos V pudo contar por primera vez con la colaboración militar de Castilla, decidida a quebrar la hegemonía naval de Inglaterra: el 23 de junio la flota castellana derrotó a la inglesa a la altura de La Rochelle, victoria que abrió un periodo de predominio castellano en el Atlántico Norte que se extiende prácticamente hasta la derrota de la Armada Invencible en 1588 (Hillgarth). Carlos V prosiguió la reconquista francesa ocupando Poitou, Saintonge, Angumois y Bretaña. La vejez de Eduardo III y la enfermedad del Príncipe Negro elevaron al primer plano a Juan de Gante, hijo del rey y duque de Lancaster. Este concibió una ambiciosa cabalgada que acabaría con el bloque franco-castellano. Atravesaría Francia para derrotar a Carlos V, luego invadiría Castilla y allí sería entronizado como esposo de Constanza, hija de Pedro I y heredera legitima del trono castellano. Esta empresa (junio-diciembre de 373) fue un absoluto fracaso debido a las tácticas evasivas dirigidas por Du Guesclin. A ello se sumaron las depredaciones de las flotas castellano-francesas en las costas inglesas del Canal (1373-1374). El agotamiento general condujo a las treguas de Brujas (1375). Eduardo III, humillado en la guerra, aceptó la única posesión de Bayona, Burdeos, Calais y Cherburgo. Francia había recuperado el equilibrio de la guerra y, por primera vez, Inglaterra era la vencida. Entre 1377 y 1383 el eje franco-castellano supo mantener la hegemonía militar lograda desde 1369. Carlos II el Malo fue derrotado en su última aventura y Navarra quedó convertida en un protectorado militar castellano en el tratado de Briones (1379). Poco después, la flota castellana remontó el Támesis e incendió el arrabal londinense de Gravesend, culminando su superioridad naval en el Atlántico (1381). Y con apoyo naval castellano, Francia aplastó la revuelta de Flandes en la batalla de Roosebeke (1382). Por su parte, Inglaterra sólo obtuvo una victoria parcial en Bretaña, que se garantizó su independencia en 1381. Durante este periodo varias circunstancias redujeron la tensión de la guerra e hicieron presagiar su pronto final: el comienzo del Cisma del Pontificado (1378); la revuelta de los "tuchins" en Languedoc (1378); una nueva sublevación flamenca dirigida por Felipe van Artevelde -hijo de Jacobo- (1379); la revolución de la "Poll-tax" en Inglaterra (1381); y las revueltas de la "herelle" de Rouen y de los "maillotins" de París (1382). Este ambiente de crisis social coincidió con un verdadero relevo generacional (Contamine) en Occidente. Las muertes del Príncipe Negro (1376), Eduardo III (1377), Enrique II (1379), Carlos V y Bertrand Du Guesclin (1380) dejaron paso a Ricardo II de Inglaterra (1377-1399), Juan I de Castilla (1379-1390) y Carlos VI de Francia (1380-1422). En 1383 se abrió para Inglaterra una inesperada oportunidad de romper el bloque franco-castellano con la crisis sucesoria surgida a la muerte de Fernando I de Portugal (1367-1383). Juan I de Castilla (1379-1390), casado con la heredera portuguesa Beatriz, reclamó el trono apoyado en el partido nobiliario procastellano de la regente Leonor Téllez, segunda esposa del difunto monarca. La amenaza de una anexión castellana polarizó rápidamente Portugal. Juan I fue apoyado por gran parte de la alta nobleza y rechazado por la burguesía mercantil de las ciudades atlánticas, la burguesía rural, el pueblo y la nobleza lusa enemiga de la regente, que se situaron tras Juan, bastardo real y maestre de Avis. La cuestión dinástica alcanzó enseguida connotaciones de guerra civil y revolución burguesa cargada de tintes nacionalistas. En 1384 Juan I quiso forzar la situación, pero fracasó en el asedio de Lisboa. A principios de 1385 las cortes de Coimbra apoyaron la entronización de Juan I de Avis (1383-1433), es decir, un nuevo cambio dinástico inscrito en el contexto del gran conflicto anglo-francés. La postrera ofensiva castellana fue aplastada por Juan de Avis en la batalla de Aljubarrota (14 de agosto de 1385) gracias a los refuerzos ingleses enviados por Juan de Gante. Esta victoria aseguró la independencia portuguesa frente a Castilla y debilitó la hegemonía franco-castellana. La victoria de Aljubarrota llevó a Juan de Gante a reintentar un nuevo asalto al trono castellano. En julio de 1386 desembarcó en Galicia dispuesto a reanimar los focos petristas (emperegilados) y proclamarse rey. Pero tampoco esta aventura tenía posibilidades de éxito, pues Juan I contaba con el apoyo de sus súbditos -cortes de Valladolid (1385) y Segovia (1386)-, con la neutralidad de Aragón (en paz con Castilla desde la paz de Almazán de 1375) y Navarra (desde la paz de Briones de 1379) y con una nueva colaboración militar francesa. Juan de Gante quedó aislado en un país hostil y la desorganizada ofensiva inglesa con apoyo portugués quedó estancada en León. Como en Portugal, también en Castilla esta invasión excitó unos primarios sentimientos nacionalistas. El empantanamiento de la guerra en Castilla coincidió con el agotamiento bélico de franceses e ingleses, incapaces de dar el giro definitivo a su enfrentamiento. En 1388 se avanzó hacia la paz en las treguas de Bayona, que pusieron fin al conflicto dinástico castellano iniciado en 1366: Juan de Gante renunció al trono de Castilla a cambio de una fuerte suma y una renta anual; Juan I casó al futuro Enrique III con Catalina, hija del duque de Lancaster y nieta de Pedro I -para los cuales creó el título de Príncipes de Asturias-, uniéndose definitivamente las dinastías trastamarista y petrista enfrentadas desde 1354. Finalmente, las treguas de Leulinghen-Monçao (1389) entre Francia, Inglaterra, Castilla, Escocia, Borgoña y Portugal aseguraron el fin de las hostilidades en todos los frentes. El agotamiento general abrió un largo periodo de distensión que se prolongaría durante dos décadas. La Europa del periodo 1388-1415 mantuvo un statu quo no de paz, pero sí marcado por la voluntad de no proseguir los grandes enfrentamientos bélicos. Pese al grave problema del Cisma (1378-1417), los conflictos militares quedaron localizados y siempre derivaron de otros anteriores. Común a todo Occidente fue el auge del poder de la alta nobleza, especialmente la de parientes del rey, cuyas disputas e intereses provocarían a la larga un nuevo estallido bélico a gran escala. Superadas las agitaciones bélico-sociales del periodo 1380-1389, la victoriosa Francia de Carlos VI (1380-1422) se polarizó en torno a dos grupos que aspiraban al poder. Al principio lo ejerció el formado por los antiguos consejeros de Carlos V, altos letrados y funcionarios de corte, burgueses enriquecidos -llamados "marmousets" (monigotes) por la alta nobleza- de talante reformista y encabezados por el condestable Olivier de Clisson. En 1392 la locura incapacitó a Carlos VI y los "marmousets" fueron expulsados por el grupo formado por la reina Isabel de Baviera y los poderosos tíos del rey -los duques Felipe el Atrevido de Borgoña, Luis de Orleans y Juan de Berry- dueños de grandes dominios (apanages) creados por Juan el Bueno. Estos se volcaron en alocadas aventuras exteriores (la cruzada borgoñona derrotada en Nicópolis en 1396) hasta la muerte del duque de Borgoña Felipe el Atrevido en 1404. Su hijo Juan Sin Miedo (1404-1419) heredó las dos Borgoñas, Flandes y Artois, un amplio y rico dominio cuya potencia política quebró el precario equilibrio existente entre los grandes nobles del reino. Comenzó entonces el enfrentamiento con su hermano Luis, duque de Orleans, cuyo poder fue en aumento hasta su asesinato a manos de sicarios de Juan Sin Miedo (noviembre de 1407). La lucha entre los duques de Orleans y Borgoña degeneró entonces en guerra civil, y Francia se dividió en dos bandos irreconciliables: de un lado, los borgoñones, encabezados por Juan Sin Miedo, fuertes en el norte y este del país y respaldados por Inglaterra y sectores burgueses y reformistas, sobre todo de París; y de otro, los "armagnacs", de tendencias más pronobiliarias, encabezados por el nuevo duque Carlos de Orleans junto a los duques de Berry, Borbón y Bretaña y su suegro el conde Bernardo de Armagnac, que les dio nombre. En 1411 los borgoñones, apoyados por los ingleses, tomaron el poder, pero el inestable gobierno borgoñón de París acabó degenerando en un sangriento conflicto político-social. En mayo de 1413 Simon Caboche, jefe de la corporación de los carniceros, impuso la "Ordenance Cabochienne", programa político destinado a mejorar la administración y sanear las finanzas que desembocó en una brutal ola de violencia contra los partidarios del duque de Orleans. Juan Sin Miedo perdió el control de la situación y las persecuciones alcanzaron también a los miembros de la alta burguesía parisina, lo que propició la entrega de la ciudad a las fuerzas de Carlos de Orleans (septiembre de 1413). Los Orleans abolieron la "Ordenanza Cabochienne", pero al terror borgoñón le sucedió el contra-terror armagnac. Decidido a recuperar el poder, el duque Juan Sin Miedo pactó en 1414 con Enrique V de Inglaterra (1413-1422) una nueva intervención militar en el continente. Así, la desmedida lucha por el poder de la alta nobleza en una Francia descabezada por la locura de Carlos VI ofreció al renovado imperialismo inglés, encarnado por Enrique IV, la posibilidad de tomarse el desquite por sus anteriores derrotas. A la muerte de Eduardo III el trono recayó en su nieto Ricardo II (1377-1399), tutelado por sus tíos los duques de Gloucester, Lancaster y York. El reinado comenzó en un clima de grave crisis causado por las derrotas militares en el continente, el acoso castellano en el Canal y los fracasos del regente, tensión que estalló en la revuelta de 1381. Alcanzada la mayoría de edad, Ricardo II trató de gobernar de forma autoritaria, pero chocó desde 1388 con la nobleza (Gloucester, los condes de Warwick y Arundel) y las fuerzas populares agrupadas en el llamado parlamento sin piedad. El monarca se centró en las empresas exteriores para restaurar su prestigio. Primero afrontó la insumisión de la nobleza anglo-irlandesa (Fitzgerald, Talbot, Butler) que fue sometida en 1394-1395. Después aceptó una tregua de 25 años con Francia, sancionada mediante su matrimonio con Isabel de Valois, hija de Carlos VI. La impopular francofilia de Ricardo II (uso del título de padre de Francia, devolución de Bretaña desde 1391 y de Normandía desde 1393) culminó en la entrevista de Ardres con Carlos VI (1396), ingenuo intento de iniciar una etapa de colaboración estable entre ambos reinos. Ricardo II cometió su mayor error a la muerte de Juan de Gante en 1398. De forma imprudente reintegró el ducado de Lancaster a la Corona sin contar con Enrique, hijo del duque difunto. Éste encabezó una conjura nobiliaria que se nutrió del descontento por la francofilia del rey. Con el apoyo de los grandes linajes (los Percy de Northumberland) y legitimado por el Parlamento, Enrique de Lancaster destronó a Ricardo II en 1399. Un año después moría asesinado el último monarca Plantagenet. El golpe de estado de Enrique IV Lancaster (1399-1413) repitió el modelo castellano creado en 1366-1369. Y como la trastamarista, la revolución lancasteriana colocó a su beneficiario frente a los mismos problemas nobiliarios que había sufrido Ricardo II. Enrique IV atacó la cuestión con dureza y entre 1403 y 1408 derrotó y sometió a los grandes nobles rebeldes a su gobierno (los Percy, los Arundel y los Mortimer). Su política autoritaria se apoyó en el Parlamento, principal fuente de recursos de la Corona. De cara al exterior, el primer Lancaster tuvo que enfrentarse a los problemas británicos de Inglaterra. Hasta 1409 combatió la revuelta de Gales, iniciada en 1400 por Owen Glyn Dwr con ayuda de Escocia, algunos nobles ingleses rebeldes y Francia más tarde. Desde 1402 luchó con éxito contra los escoceses, capturando en 1406 a su rey Jacobo I Estuardo (1406-1437). En estos años ingleses y franceses buscaron un nuevo enfrentamiento armado, pero los problemas internos de ambos reinos retrasaron el choque. Al final de su reinado la oposición nobiliaria dirigida por su hijo Enrique se unió a las incitaciones de borgoñones y armagnacs para que interviniera militarmente en el continente.