El Imperio Romano-Cristiano

El Imperio Romano-Cristiano

La Iglesia en el Imperio 

Romano-Cristiano

Arco de Tito. Foro RomanoArco de Tito. Foro Romano

En el transcurso del siglo IV, el Cristianismo comenzó a ser tolerado por el Imperio, para alcanzar
 luego un estatuto de libertad y convertirse finalmente —en tiempo de Teodosio— en religión oficial.
 El emperador romano-cristiano convocó las grandes asambleas de obispos los concilios—y la
 Iglesia pudo organizar sus estructuras territoriales de gobierno pastoral.

1. Introducción

La libertad le llegó al Cristianismo y a la Iglesia cuando apenas se habían extinguido los ecos de 

la última gran persecución. Fue justamente Galerio, principal instigador de aquella embestida 

persecutoria, el primero en sacar consecuencias prácticas de su rotundo fracaso. Llegado como 

sucesor de Diocleciano a la suprema dignidad imperial, el augusto Galerio, próximo a la muerte, promulgó

 en Sárdica un edicto que marcaba nuevas pautas a la política romana frente al Cristianismo. El edicto 

otorgaba a los cristianos un estatuto de tolerancia: «existan de nuevo los cristianos —decía—y celebren 

sus asambleas y cultos, con tal de que no hagan nada contra el orden público».

2. El edicto de Galerio

El edicto de Galerio, dado en el año 311, no concedía a los cristianos plena libertad religiosa, sino 

tan sólo una cautelosa tolerancia. Mas, a pesar de ello, su importancia era grande. Por vez primera,

 el Cristianismo dejaba de ser una «superstición ilícita» y adquiría carta de ciudadanía. 

Esto representaba una conquista trascendental, no conseguida hasta entonces. La Iglesia había 

conocido durante el siglo III épocas de tranquilidad, y hubo incluso emperadores romanos, como 

Filipo el Árabe (244-249), de evidentes simpatías filocristianas. Mas estos intervalos de bonanza 

no aportaban seguridad jurídica a la Iglesia, siempre expuesta a nuevas oleadas persecutorias. 

El estatuto de tolerancia de Galerioencerraba por tanto singular valor.

3. El edicto de Constantino

El tránsito de la tolerancia a la libertad religiosa se produjo con suma rapidez, y su autor principal 

fue el emperador Constantino. A principios del año 313, los emperadores Constantino y Licinio

otorgaron el llamado «Edicto de Milán», que, más que una norma legal concreta, parece haber sido 

una nueva directriz política fundada en el pleno respeto a las opciones religiosas de todos los súbditos 

del Imperio, incluidos los cristianos. La legislación discriminatoria en contra de éstos quedaba abolida,

 y la Iglesia, reconocida por el poder civil, recuperaba los lugares de culto y propiedades 

de que hubiera sido despojada. El emperador Constantino se convertía así en el instaurador de la

 libertad religiosa en el mundo antiguo.

Dentro de este estatuto legal de libertad religiosa, la actitud de Constantino fue decantándose 

gradualmente en favor del Cristianismo. Resulta significativo que, antes incluso del llamado Edicto

 de Milán, cuando la suerte de la Urbe romana y del Imperio se dilucidaban por las armas entre 

aquel príncipe y su rival Majencio, el ejército constantiniano llevara en la batalla del Puente Milvio, 

como emblema propio, el lábaro con el monograma de Cristo.

Constantino consideró siempre suvictoria como una señal celestial, aunque su «conversión» defnitiva 

—es decir, la recepción del bautismo— la demorase muchos años, hasta vísperas de su muerte (337).

 A lo largo de ese tiempo, la orientación procristiana de Constantino se hizo cada vez más patente. 

Fueron desautorizadas las prácticas paganas cruentas o inmorales y se prohibió a los magistrados 

participar en los tradicionales sacrificios de culto.

 El emperador, por otra parte, favorecía a la Iglesia de muy diversos modos: construcción de templos,

concesión de privilegios al clero, ayuda para el restablecimiento de la unidad de la fe, perturbada en

África por el cisma donatista y en Oriente por las doctrinas de Arrio. Los principios morales del 

Evangelio inspiraron de modo progresivo la legislación civil, dando así origen al llamado Derecho 

romano-cristiano.

4. Una nueva expansión

El avance del Cristianismo no se interrumpió tras la muerte de Constantino, si se exceptúa 

el frustrado intento de restauración pagana por Juliano el Apóstata. Los demás emperadores 

—incluso aquellos que simpatizaron con la herejía arriana— fueron resueltamente contrarios 

al paganismo. Graciano, al asumir en 375 el poder imperial, rechazó el tradicional título de 

«Pontífice Máximo», que sus predecesores cristianos habían consentido conservar. Un 

enfrentamiento particularmente significativo entre Cristianismo ascendente y paganismo en 

decadencia se produjo en el escenario más venerable de la Roma antigua: el Senado.

 El altar de la Victoria que presidía el aula, como símbolo de la tradición gentil, 

fue removido por voluntad de los senadores cristianos, que eran ya mayoría, frente

 al grupo de los «viejos romanos», encabezados por el senador Símaco. La evolución

 religiosa se cerró antes de que terminara el siglo IV, por obra del emperador Teodosio

. La constitución Cunaos Populos, promulgada en Tesalónica el 28 de febrero del año 380,

 ordenó a todos los pueblos la adhesión al Cristianismo católico, a partir de ahora única religión 

del Imperio.

5. La reorganización de la Iglesia

Obtenida la libertad, la Iglesia tuvo necesidad de organizar sus estructuras territoriales, con vista 

a la acción pastoral en un mundo que se cristianizaba con rapidez. En virtud de lo que se ha llamado

«principio de acomodación», la Iglesia tomó las estructuras administrativas del Imperio como norma

 de su propia organización. La circunscripción civil más clásica —la provincia— sirvió de modelo 

a la provincia eclesiástica. El Imperio llegó a contar en el siglo V con más de 120 provincias. Sobre 

este cuadro territorial fue implantándose gradualmente la división provincial de la Iglesia.

El obispo de la capital de la provincia civil fue adquiriendo cierta preponderancia sobre sus colegas

 comprovinciales: fue el «metropolitano», obispo de la «metrópoli», y los demás, sus sufragáneos. 

En el orden judicial, el metropolitano era la instancia superior de los demás tribunales diocesanos y 

le correspondía la consagración de los nuevos obispos de su provincia. Él debía, además, presidir el 

concilio provincial —asamblea de los obispos de esa demarcación— que, según la disciplina nunca bien

 observada del Concilio I de Nicea, debía reunirse dos veces al año.

6. La cristianización de los Imperios

La división del Imperio en dos «partes» —Oriente y Occidente—, consumada a finales del siglo IV y que

 terminaría pon provocar la cristalización de dos Imperios, tuvo honda repercusión en la vida de la Iglesia

. La «parte» occidental —que coincidía aproximadamente con las regiones de lengua y cultura latinas

— tenía como única sede apostólica la de Roma, y por ello el Pontífice romano fue también Patriarca 

de Occidente. En la «parte» oriental, de cultura griega, siria y copta, sobresalieron varias grandes sedes

 de fundación apostólica —Alejandría, Antioquía y Jerusalén—, que fueron cabezas de los Patriarcados,

 amplísimas circunscripciones eclesiásticas.

El Concilio I de Constantinopla elevó la sede de esta ciudad al rango patriarcal y atribuyó a sus obispos la

 primacía de honor dentro de la Iglesia después del obispo de Roma, «en razón —dijo— de que la ciudad 

es la nueva Roma». Sobre este fundamento de índole no eclesiástica, sino política —la capitalidad imperial—, 

se instituyó un nuevo Patriarcado —el de Constantinopla—, destinado a alcanzar una indiscutible preeminencia 

entre todos los Patriarcados orientales, a partir, sobre todo, del Concilio de Calcedonia.

La libertad de la Iglesia permitió una más ciara estructuración y un ejercicio más efectivo del Primado de los

 papas sobre la Iglesia universal. Los grandes pontífices de los siglos IV y V —Dámaso, León Magno, Gelasio—

 se esforzaron por definir con precisión el fundamento dogmático del Primado romano: la primacía concedida por 

Cristo a Pedro, de quien los papas eran los legítimos y exclusivos sucesores. A partir del siglo IV, el ejercicio 

del Primado romano sobre las iglesias occidentales fue muy intenso: los papas intervinieron en multitud de ocasiones

 mediante epístolas decretales o por intermedio de legados y vicarios.

En Oriente, un gran concilio —el de Sárdica (343-344)— sancionó el derecho de cualquier obispo del orbe a recurrir, 

como instancia suprema, al Pontífice romano. Pero prevaleció, en definitiva, una tendencia favorable a la 

autonomía jurisdiccional, favorecida por el desarrollo de los Patriarcados, especialmente el de Constantinopla. 

La postura del Oriente cristiano ante Roma, después del Concilio de Calcedonia, puede resumirse así: atribución

 al obispo de Roma de la primacía de honor en toda la Iglesia; reconocimiento de su autoridad en el terreno 

doctrinal; pero desconocimiento de cualquier potestad disciplinar y jurisdiccional de los papas sobre las iglesias orientales.

Bajo el Imperio romanocristiano pudieron reunirse grandes asambleas eclesiásticas, manifestación genuina de la 

catolicidad de la Iglesia, que reciben el nombre de concilios «ecuménicos» o universales.Ocho sínodos ecuménicos 

tuvieron lugar entre los siglos IV y IX. Particular importancia se reconoció siempre a los cuatro primeros: los de 

Nicea I (325), Constantinopla I (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451). Todos estos concilios se celebraron en el 

Oriente cristiano, y orientales fueron en su gran mayoría los obispos asistentes.

Su convocatoria procedió de ordinario del emperador, única autoridad capaz de arbitrar los medios

 indispensables para la celebración de tan grandes asambleas; en varios de ellos, la convocatoria imperial fue

promovida por una iniciativa pontificia, y los legados papales ocupaban un lugar de honor en el aula conciliar. 

El reconocimiento del carácter ecuménico de un gran concilio se fundó en su recepción por la Iglesia universal, 

expresada sobre todo a través de la confirmación papal de sus cánones y decretos.

La libertad de la Iglesia y la conversión del mundo antiguo trajo consigo, finalmente, la entrada en escena de

 un nuevo factor de notable importancia para los tiempos futuros: el emperador cristiano. Este personaje 

—un simple laico en el orden de la jerarquía— tenía conciencia, sin embargo, de que le correspondía una misión 

de defensor de la Iglesia y promotor del orden cristiano en la sociedad: era la función que se atribuía ya Constantino

 cuando tomaba para sí el significativo título de «obispo exterior».

Los emperadores cristianos prestaron indudables servicios a la Iglesia, pero sus injerencias en la vida eclesiástica

 produjeron también numerosos abusos, cuya máxima expresión fue el llamado «Cesaropapismo». Estos abusos

 fueron particularmente graves en las iglesias de Oriente. En Occidente, la autoridad del papado, la debilidad 

de los emperadores occidentales o la lejanía geográfica de los orientales contribuyeron a la salvaguardia de la 

independencia eclesiástica. Las relaciones entre poder espiritual y temporal, su armónica conjunción y la misión 

del emperador cristiano fueron tratados por diversos Padres de la Iglesia y en especial por el papa Gelasio, en una 

carta al emperador Anastasio.

Pero el papel del emperador cristiano como protector de la Iglesia se juzgaba tan indispensable en los siglos de

 tránsito de la Antigüedad al Medievo que, cuando los emperadores bizantinos dejaron de cumplir esa misión cerca 

del Pontificado romano, los papas buscaron en el rey de los francos el auxilio del poder secular que ya no podían 

esperar del emperador oriental.